jueves, 20 de marzo de 2008

ENTREGA I

Para los desamorados que no consiguieron su número uno, y en las vísperas de la próxima edición, acercamos a ustedes el texto de la novela colectiva por entrega escrito por Juan Diego Incardona, que Natalia Moret retoma en este número que viene.
La novela colectiva por entrega funciona como una novela por entrega mezclada con un cadáver exquisito.
Voilá!

ENTREGA I
POR JUAN DIEGO INCARDONA

Estaba volviendo a casa; eran las siete de la tarde. Entré a la Estación Once por la entrada más angosta de Pueyrredón.

Las expendedoras no funcionaban y el cartel electrónico que marcaba los horarios de salida se apagó. Las colas en las ventanillas hacían nudos marineros. Por suerte tenía boleto de ida y vuelta. Los pasajeros avanzaban. Los molinetes giraban descontrolados. En los andenes no cabía un alfiler. Había personas trepadas a una columna. La gente se quejaba. Los trenes estaban demorados.De pronto, se escucharon cohetes. Un grupo se abrió paso. Muchos empezaron a correr. Las bocas se disputaban el poco aire que quedaba y cientos de manos golpeaban las chapas de los vagones. El volumen aumentaba progresivamente y levantaba los latidos de mi corazón, que me retumbaba hasta en la cabeza.

La serpiente humana se mordía la cola en la entrada de los andenes y después enfilaba hacia el oeste. Barquitos repletos navegaban alrededor de los puestos de venta. La tripulación llevaba gorros con visera. Una banderita argentina rebotaba en el aire, manipulada por el viento caliente que escupía el motor de una máquina.

No sabía qué hacer, estaba encerrado por mil cuerpos. Ahí no existía la libertad ni la esperanza. El atardecer se volvía negro como la grasa. La estación se teñía de oscuridad tornasolada. Los placeres se convertían en momentos recónditos, imposibles de ser recordados. Alguien se reía y eso resultaba increíble. La carcajada era grotesca. Quizás una persona se burlaba en el futuro, mirando la tele con humor negro, después de una tragedia.

Las quejas recrudecían. Había empujones. La gente chocaba contra la formación estacionada del Sarmiento. El pánico abría huecos en el laberinto anatómico. Se escuchaban amenazas. Las caras estaban pálidas, quizás enmascaradas. Veía rosarios de plástico, estampitas y una luz insoportable, que me enceguecía a la derecha, reflejada en los anteojos de una mujer.

Una paloma estaba atrapada. Buscaba la salida, pero rebotaba una y otra vez contra el techo. Le salía espuma del pico. Una mano asomó de las cabezas y le tiró una lata. Esto llamó la atención del resto. La paloma esquivó el proyectil. El rumor crecía. Mientras tanto, ella iba y venía a toda velocidad. Todos la miraban. Era como una obra de teatro. La platea estaba repleta. Ya no quedaban entradas para ver a la paloma, que ahora planeaba decidida hacia adelante. Parecía que iba a salirse. Había expectativa. Efectuaba maniobras pero de a poco perdía energía. Finalmente, chocó contra la pared y cayó.

Una voz anunció por los altoparlantes que el tren estaba por salir. “Rápido a Flores. De Flores rápido a Liniers, parando después en todas las estaciones intermedias”. Se abrieron las puertas en el andén 4. La avalancha produjo olas humanas gigantescas. Había desesperación. Una fuerza sobrenatural me arrastró por debajo de la línea de flotación y me empujó mar adentro hacia los vagones. Me faltaba el aire. Estaba mareado. Se me cerraban los ojos.

Continúa en el número dos, por Natalia Moret.